viernes, 24 de octubre de 2008

Death race, de Paul W. S. Anderson

Ver esta película es un privilegio. Y todos los que quieren formar parte del cine deberían hacer lo mismo, ya sea con Death race como con cualquiera de su calaña, porque es un privilegio que una película así consiga hacerte ver las cosas tan claras. No es que Death race no sea cine, que no lo es contestando a nuestro visitante Major Tom, es que es anticine. Sentado en la butaca, estupefacto (y muerto de risa) por lo que veía, iba inscribiendo en mi memoria las palabras que ahora traslado al texto escrito. El cine, entre otras muchas cosas, es un idioma, un lenguaje basado en la imagen y el sonido, aunque personalmente prefiero pensar que el sonido tiene poco que ver (el cine nació mudo y durante un par de décadas no necesitó hablar). Death race no es cine, es anticine: ocurre que estas películas (torpes, incoherentes, ininteligibles, ridículas, vergonzosas, nulas, ínfimas, miserables, brutas, para idiotas en definitiva) se basan en un lenguaje en aparencia cinematográfico, pero que es todo lo contrario. Ocurre en estas películas que el montaje "picadito" y la duración brevísima de cada plano impide la lectura de los mismos y aniquila la transmisión de información, característica fundamental de todo lenguaje. Así, uno se pierde en el espacio, no sabe qué ocurre, se confunde en una mezcla apabullante de imágenes ametralladas y ruidos amplificados. De esta forma, estas películas tienen que recurrir a la palabra oral para explicar qué demonios ocurre, para expresar lo que la planificación y el montaje CINEMATOGRÁFICOS deberían expresar en vez de esa colección de frases típicas, tópicos encadenados, estupides y ridiculeces hilarantes de la pena que dan, volviéndose así contra la propia naturaleza del cine, del lenguaje audiovisual.


¿Cuántas cámaras hacen falta para hacer una película digna de considerarse cine?, por lo visto, bastante más de la que necesitó el tal Anderson.

Tan ridículas llegan a ser algunas partes de esta forma de no-hacer cine que, en un alarde de involuntaria comedia, los montadores de sonido dejan oír cómo una pierna es triturada por unas cuchillas en medio del estruendo de la carrera de coches (es como si en Ben Hur se les hubiera ocurrido insertar, entre el ruido de los cascos de los caballos, la sutil quiebra de los huesos de Messala... para mearse). Al final de los créditos de la película se advierte a los espectadores (lo triste es que parece necesario hacerlo) de que las carreras se han filmado con especialistas que sabían lo que hacían con el volante en las manos, no vaya a ser que a algún tontaína de estos aficionados al perifollo ridículo de la parte más preciada de su anatomía (en compensación por la parte menos usada) les dé por montarse una carrerita entre Torreblanca y Nervión... para volver a mearse.

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